Con motivo de la celebración del Día Mundial del Medio Ambiente de 2022, publicamos un artículo en el que Alejandro Martínez Abraín, profesor de Biología de la Universidad de A Coruña y miembro del Grupo de Investigación en Biología Evolutiva defiende que las aguas continentales son la última frontera para la conservación de la biodiversidad biológica.
Biodiversidad. Este neologismo se empleó por primera vez en 1986 en el seno de una conferencia internacional sobre diversidad biológica. Seguramente nunca debimos abandonar el término original (diversidad biológica) que iba referido a la variedad de plantas y animales que pueblan la biosfera. Biodiversidad, sin embargo, ha acabado incluyendo cualquier aspecto variable de la biosfera, desde la diversidad genética, a la morfológica, pasando por la diversidad funcional, conductual o incluso de hábitats y ecosistemas. Un inabarcable cajón de sastre que es más fácil nombrar que imaginar o medir. Esa dificultad lo vacía en gran medida de contenido científico. De cualquier manera, la palabra tiene gancho, parece transmitir algo intuitivo (aunque inmensurable) y ha triunfado. De hecho, desde el año 2007, cada 22 de mayo se celebra el día de la biodiversidad a propuesta de la ONU.
Desde la perspectiva de las aguas continentales lo que podríamos decir sin equivocarnos es que la diversidad biológica ha experimentado un proceso global de declive o/y de cambio rápido, sobre todo desde el siglo XIX hasta mediados del XX. Por un lado, el desconocimiento de las causas de transmisión de graves enfermedades infecciosas como el paludismo, que era endémico en muchas zonas de la Península Ibérica hasta los años 60, llevó a la destrucción y ‘bonificación’ (eufemismo que significa transformación en zonas agrícolas) de nuestros mayores humedales: Antela, La Nava, La Janda. Posteriormente, el desarrollo económico de los años 70 del siglo XX, causaron la contaminación de las zonas húmedas supervivientes con contaminantes orgánicos y químicos (industriales y agrícolas).
Más que a una pérdida de riqueza de especies estamos asistiendo a una reemplazo de especies nativas por otras que llegan desde lugares lejanos del planeta
Sabemos, gracias al ecólogo canadiense Crawford Stanley Holling (1930-2019), que la interacción de la contaminación orgánica (abonos de síntesis) y química (herbicidas) está detrás del colapso y cambio de régimen permanente de nuestras lagunas eutrofizadas. La sinergia entre nutrientes y herbicidas rompe la resiliencia del sistema acuático y lo hace cambiar de estado. Lo deforma de manera permanente. Genera histéresis en términos físicos. No es el caso de los embalses, eutrofizados por aportes de nutrientes limitantes de la productividad primaria (nitrógeno y fósforo, sobre todo) y por tanto con eutrofias reversibles en cortos plazos de tiempo, si la carga de nutrientes cesa o se reduce a mínimos.
Como en el caso de las islas nivel mundial, más que una pérdida de riqueza de especies estamos asistiendo a un reemplazamiento de especies nativas por otras que llegan desde lugares lejanos del planeta, ya sea con fines recreativos, comerciales o por accidente. Si calculásemos el índice de diversidad local (alfa) no habría cambiado mucho en el tiempo o quizás hasta habría aumentado en algunos casos. Pero sí sería otra la composición de especies, con pérdida de diversidad regional (gamma) y de diversidad de recambio entre humedales (beta). Es decir, estamos inmersos en un proceso de homogenización global, de la mano de la globalización económica y de nuestra inmensa capacidad actual de desplazamiento de personas y mercancías.
Hemos de caminar el largo camino de la no destrucción de humedales, de su no alteración, de su recuperación hacia estados pasados, pero teniendo en cuenta que los ‘elementos’ juegan en contra
Finalmente, el actual periodo de calentamiento iniciado hace 150 años (que ha visto aumentar la temperatura media del planeta 1.1ºC desde el final de la Pequeña Edad de Hielo de los siglos XIII al XIX) no es un viento que sople a favor de los humedales. Es cierto que mayor calor lleva a mayor evaporación y con ello a mayores precipitaciones, por regla general. Agua para los humedales. Pero también es cierto que una mayor temperatura se traduce en mayor tendencia a la estratificación vertical de la columna de agua. Y eso conlleva la ruptura de la mezcla vertical de las aguas y por tanto una menor llegada de los nutrientes (que por gravedad se encuentran en el fondo de las cubetas) hasta la superficie de los cuerpos de agua, donde se encuentra la luz solar. En resumen, mayor temperatura lleva a menores productividades primarias (y secundarias) en el mar y en las aguas continentales. No así en tierra firme, especialmente en latitudes templadas, donde los bosques ganan terreno en épocas cálidas. Los fríos favorecen a lo acuático y los calores a lo terrestre.
Hemos de caminar el largo camino de la no destrucción de humedales, de su no alteración irreversible, de su recuperación hacia estados pasados que consideremos deseables como modelo, pero teniendo en cuenta que los “elementos” juegan actualmente en nuestra contra. La globalización de lo biológico (que nos dirige de vuelta a una nueva Pangea) y el calentamiento coadyuvado por la actividad industrial de nuestra especie, no son amigos de lo acuático. Pero con esos mimbres tendremos que hacer los mejores cestos que podamos. Debemos ponerle ganas y también imaginación.
La Cátedra Emalcsa no se identifica necesariamente con las visiones expuestas por los autores de los artículos que publica. Nuestra intención es ser un medio para la difusión, el diálogo, el debate y el avance en el conocimiento